TAXI 23

CHOFER: Carolina Martel
CIUDAD: Arcadia California
En realidad a mí nadie me cae mal. Claro está, con la excepción de mi prima Mirna Luz. Esa engreída sí que tiene la habilidad de sacarme de quicio cada vez que me dirige la palabra:
1 — Hola, prima, ¿que no había blusas más baratas?
2 — ¿Que no había gorras más feas?
3 — ¿Que no había zapatos más corrientes?
4 — ¿Que no había niños más gordos? —refiriéndose a mis hijos.
5 — ¿Que no había… etcétera, etcétera.
La verdad es que la evito cada vez que puedo para no tener que oír sus insultos. Hace ya un buen tiempo que — gracias a Dios— no la he visto ni oído de ella. Y mentiría si dijera que “espero que esté bien”; sencillamente no la soporto.
Afortunadamente hay también en el mundo personas como mi cliente favorito: Míster Férguson.
—¿Cómo está la reina del volante? —me pregunta al subirse por sí solo a mi taxi—. ¿Sabes que acabo de cumplir ciento diez años?
—¿Ciento diez? ¡oh, my God! Cualquiera diría que cuando mucho tendrá usted cincuenta años, Míster Fer.
—Tú siempre tan amable y dulce, Carolina. Mira: tengo algo para ti —me dice dándome una botellita que parece de perfume.
La destapo y la huelo.
—¡Qué extraña fragancia! No tiene olor.
—Es el agua de la longevidad —me dice—. Te voy a contar un secreto que a nadie le he contado.
Con voz pausada y ronca me cuenta Míster Férguson cómo, cuando era piloto de la Fuerza Aérea, se cayó su helicóptero en medio del
desierto, siendo él el único sobreviviente. Vagó sin rumbo por varias horas, y cuando estaba a punto de desfallecer encontró un pequeño oasis en el cual había una fuente. Bebió y llenó su cantimplora, y desde ese momento se dio cuenta del poder rejuvenecedor del agua. Después de que fue rescatado volvió a buscar el oasis, pero nunca lo pudo encontrar. Con el agua de su cantimplora llenó varias botellitas que había estado tomando a través de su vida.
—Esta es la última —me dijo—. Cura todas las enfermedades y su
efecto dura aproximadamente diez años. Podría dejarla para mí, pero no moriría feliz sin compartir mi tesoro contigo.
—Y… ¿por qué conmigo, Mister Fer? Usted tiene una familia muy grande.
—Así parece, Carolina. Pero la verdad es que tú eres la única persona que me trata con respeto y cariño. Te aconsejo que guardes la botella para un día que alguien que tú ames se enferme de algún mal terminal. O quizá tú misma… no sé; tú sabrás qué hacer con el elixir.
Le doy las gracias con un abrazo a Míster Férguson al dejarlo en su casa.
Dos cuadras más adelante suena mi celular.
—¡Taxi! —contesto.
—¿Cómo estás, Caro? Soy yo, la Diosa Odiosa de tu prima Mirna. Puedes venir por mí? Estoy en el hospital.
Siento el impulso de mentirle y mandarle a alguno de mis compañeros, pero hay algo en la voz de Mirna que me lo impide.
Cuando se suben a mi taxi ella y Junípero —su esposo— puedo notar que han estado llorando.
—¿Qué pasa? —les pregunto.
—Me han detectado tardíamente un cáncer. Tengo solamente unos días de vida… lo… peor de todo es que no sabemos cómo decírselo a nuestras hijas. ¿Podrías ayudarnos tú?
—Mirna… yo… siento mucho esto que te pasa, pero, ¿sabes?… mira: tengo aquí algo que me dio uno de mis clientes…
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