EL CUERVO JÚNIOR
CAPÍTULO CUATRO
Se oía el trote humano subir por la vereda del cerro. Al frente del grupo de nueve hombres y una mujer venía un individuo de treinta y cinco años. Se llamaba Graciano Avendaño.
—¡Muévanse! —gritaba, volteando hacia los demás y corriendo hacia atrás—. ¡Así no la van a hacer! ¡Tienen que acostumbrarse a aguantar corriendo sin detenerse! ¡Muévanse!
El grupo —vestido en ropas de hacer ejercicio y botas militares— trataba de ir al paso del entrenador, pero la superioridad física y experiencia que él tenía eran evidentes. Esta era la tercera y última semana de la disciplinada preparación a la que se habían sometido. En ese tiempo habían sudado casi toda la grasa y las inhibiciones propias de quien nunca se ha integrado a un programa de preparación física en grupo. Eran capaces ahora de seguir un plan determinado; de reaccionar todos a las misma circunstancia como si fueran uno sólo.
—¡Abajo! —gritó súbitamente Graciano. Todavía vibraba en el aire la última sílaba de la orden cuando ya todo el grupo se había tirado al suelo.
—¡Arriba! ¡Una fila! —ordenó el líder. Al instante se puso el grupo de pie y cada individuo se formó en el lugar que le correspondía detrás de él.
¡Estrella! —gritó.
Al instante la fila se dividió en cinco pares que se dispersaron en cinco direcciones diferentes.
—¡Una fila! —volvió a ordenar, y el grupo se volvió a formar en línea.
Al llegar a la orilla del pueblo se sentaron todos en círculo.
—Ya saben todo lo que tienen que saber —les dijo Graciano—. Salimos mañana en el tren de las doce. Los espero en Gualterio no más tarde de las once. Lleven en sus mochilas todo lo que les anoté en la lista. No pongan en ellas ni una sola cosa más. Recuerden que deben llevar un par de zapatos extra, pero debe ser un tamaño más grande que el tamaño que usan porque se les van a hinchar los pies. No coman demasiado esta noche. Ni tengan sexo los que estén casados, y menos aún los que no lo estén. Si me necesitan me encuentran en mi casa. Los veo mañana. El que esté listo se va, y el que no se queda.
* * *
De Gualterio se fueron en tren a Torreón. De Torreón se fueron en autobús a Ciudad Acuña. De Ciudad Acuña se fueron en un camión de redilas por un camino de tierra que no parecía ir a ninguna parte. Ya se oía el murmullo del Río Bravo cuando se apearon y siguieron a pie.
—Vamos a pasar por Agua Verde —dijo Graciano—. Córtense una vara que esté más alta que ustedes para que se apoyen cuando crucen.
Media hora después llegaron al punto de cruce. Graciano sacó unos binoculares de su mochila y los enfocó en la orilla opuesta. Por largo rato estuvo explorando el follaje. De pronto detuvo la visión en un punto y ajustó la distancia de los lentes. —Ahí andan unos gringos —dijo—. Parecen rancheros. Tenemos que esperar hasta que se vayan.
Mientras esperaban bajo la sombra de un árbol, que para ella era desconocido, Petrita recordaba a su madre y a su hermano. También recordaba a Serafín. Apenas hacía unas horas que había salido de su casa y ya estaba tan lejos. No podía oír las voces de quien amaba. Ni su llanto ni su risa. Sólo se oía el murmullo del río que separaba a sus padres.
—¡Arriba! ¡Vámonos! —ordenó Graciano—. Ya se fueron los gringos. Ya sé que ustedes no saben cruzar agua en movimiento porque en su tierra no hay ríos, pero no es difícil hacerlo. Nada más mantengan la vista en la otra orilla. No vean el agua porque los emborracha. Si tienen problemas grítenme.
Uno por uno fueron metiéndose en el río.
Petrita y Graciano fueron los últimos. La anchura del río era considerable, pero la fuerza de la corriente era mínima. Sin embargo, cómo Graciano había dicho, la gente que llevaba no sabía cruzar ríos. El agua que les llegaba al pecho comenzó a marear a algunos.
—¡Graciano!—gritó un muchacho—. ¡Siento que la’gua me va a tumbar! ¡Venga ayúdeme!
Lo alcanzó Graciano y lo agarró del brazo. Así se lo llevó hasta la otra orilla. Ya para entonces Petrita estaba en problemas.
—¡Ayúdeme a mí también, oiga! —gemía aferrada a su vara con los ojos cerrados—. ¡No puedo abrir los ojos porque me emborracha la’gua! ¡Córrale, oiga! ¡La’gua me está sacando la arena de debajo de los pies. ¡Me va a tumbar! ¡Córrale, oiga! ¡No quiero morir ahogada!
CONTINUARÁ
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