DRIVER: Otilio San Juan
CIUDAD: Victorville California
—¡Seis Cuatro! —me llamó por el radio el despachador.
—¡Seis Cuatro libre! —le contesté.
—¿Cuántos pasajeros puede llevar en su camioneta, Otilio?
—Nueve, y diez conmigo.
—Vaya levante unos músicos al Motel Seis. Van lejos. Deles descuento por favor.
—Ten Four —le contesté.
Desde que se subieron los nueve músicos a mi taxi presentí que algo extraño iba a suceder.
Después de siete horas y cincuenta cerros, con el sol ya yéndose, arribamos a New Farm. Era un rancho pequeño, pero muy pintoresco y limpio, situado junto a una laguna cristalina.
En el patio de la casa más grande se encontraban los habitantes del rancho. Vestían en ropas domingueras y nos recibieron con aplausos y apretones de mano.
En un entarimado se instalaron los músicos, cuyo líder se llamaba Serafín.
A pesar de andar empezando, Los Quetzales Del Norte —este era su nombre oficial— tocaban con gran inspiración y habilidad la música de viento. Lo más notable era sin duda la extraordinaria armonía con que interpretaban sus temas.
Los rancheros comenzaron a pedir sus canciones favoritas y a bailar. Cuando comenzó a oscurecer, Don Primitivo —el festejado— mandó encender antorchas para iluminar el patio. La fiesta agarró vuelo al amparo del manto de la noche.
Después de tocar una docena de canciones, la banda descansó un rato.
Después de la cuarta tanda, las mujeres y los niños comenzaron a retirarse.
Cansados ya, y preocupados por la distancia que teníamos que desandar, los músicos le pidieron permiso a Don Primitivo de tocar la última tanda.
—No, no, no —contestó él. Ustedes aquí le dan hasta que ya no “aiga” gente.
—Es que ya tocamos más de cuarenta canciones —dijo Serafín. Estamos muy cansados. Además ya todos sus invitados se quedaron dormidos. Ya páguenos pa’ irnos.
—¡Se van mangos! —vociferó Don Primitivo.
Se le enroscaban las sílabas en la lengua y los ojos se le volteaban en blanco. —¡Al primero que se baje le sonrajo un plomazo —dijo desenfundando la cuarenta y cinco que traía en la cintura. Se incorporó y apuntó a la banda. —¡Y échense La Yegua Colorada, sonzos!
Al unísono arrancaron Los Quetzales del Norte a tocar con un ruidazo que parecía que se iba a acabar el mundo.
En cuanto Don Primitivo cerraba los ojos, el ruido cesaba. Pero en cuanto el ruido cesaba, él volvía a despertar, y los pobres Quetzales tenían que continuar. Así pasó media madrugada, hasta que por fin al empistolado se le cayó el arma al suelo y con el contacto se disparó.
Y —como en las carreras de caballos— al trueno nos disparamos todos hacia el taxi, y más tardamos en abrir la puerta que en meternos y arrancar quemando llanta hacia la salida.