—Pasa, Remigio —me dice mi siquiatra—. ¿Cuánto dinero tienes hoy?
—Tú sabes que mi cobro mínimo son docientos dólares por hora, pero te puedo atender siete minutos y medio por la ínfima cantidad que traes.
—Está bien.
—¿Dónde está tu guitarra?
—La empeñé.
—¿Por qué la empeñaste?
—Porque necesitaba dinero para comprar un caballo.
—¿Y dónde está el corcel?
—Lo vendí porque no tenía dinero para alimentarlo.
—¿Y qué hiciste con el dinero?
—Le compré pastura al caballo.
—¡Cómo serás sonzo, Remigio! Me avergüenzo de ser tu siquiatra.
—lo siento, doctor Freud.
En eso alguien llama a la puerta. Son dos agentes federales que vienen a arrestarme.
El doctor les dice que le debo el dinero acordado. Ellos sacan de mi cartera todo mi capital y se lo dan. Luego me conducen a la delegación y me sientan frente al Juez de Distrito.
—Perdona la rudeza de los alguaciles, Remigio —me dice el magistrado—. La razón que te arrestamos es que de otro modo no hubieras querido venir.
A grandes y pequeños rasgos el juez me describe el gran problema que tiene el pueblo.
Se trata de un terrible individuo llamado Pomposo El Mugroso.
—No podemos usar las armas contra él porque sus crímenes no lo ameritan —me dice el juez—. Ya hemos intentado someterlo y encerrarlo, pero su fuerza física y valor son colosales y nuestros agentes quedan en vergüenza cada vez que se le acercan. Por eso te hemos traído; para que tú —con tu legendaria experiencia callejera— arrestes a Pomposo y lo encierres. Desde este momento eres Sheriff del Condado. Pasa a nuestro arsenal y escoge todo lo que necesites, pero recuerda: no debes usar armas.
* * *
Guiado por el mal olor del tipejo en cuestión llego a la más sórdida cantina del pueblo —que por cierto es la única que hay.
Pomposo El Mugroso mide siete pies de altura y debe pesar trecientas libras. Sus manos parecen pulpos obesos. Usa botas militares con herraduras, y guanteletas de acero oxidado.
—¡Estás arrestado, Mugroso! —le grito desde la puerta.
Toda la gente que oye el grito echa a correr, y es posible que hasta ahorita todavía vayan corriendo.
—¿Remigio? —me contesta burlón—. Oye, qué buena broma ¿eh? Deberías dedicarte mejor a payaso que a cantante, jaaaa,ja,ja.
—Te tengo encañonado, Mugroso —le digo—. Ponte las manos atrás de la nuca y voltéate hacia la pared.
—¡Jaaaa,ja,ja! Oye, deveras que te va bien lo de bufón ¿eh? Tú sabes que a mí las balas no me pueden penetrar por la capa de mugre que me protege.
Creo, mi estimado Pomposo —le replico—, que estás ignorando algo muy importante: esta es una pistola de agua. Si no haces lo que te digo te voy a bañar.
—¡A… agua? ¡Oh, nó por favor; agua nóóó! —grita El Mugroso arrodillándose con las manos atrás de la maceta—. ¡Arréstame! ¡Fusílame! ¡Lo que sea, pero no me bañes por favor!
Ya que esposo al reo, irrumpen en el tugurio diez alguaciles y lo escoltan a la delegación.
Yo arribo minutos después y me dirijo al juez:
—Aquí está la placa —le digo entregándole la estrella—. Me debe la ciudad docientos dólares.
—Es todo lo que necesito para rescatar mi guitarra de la casa de empeño.
—¿Empeñaste a Dulcinea?
—Sí. Es que iban a poner a dormir a un caballo que se torció una pata y yo lo compré para salvarlo.
—¿Y dónde está ahora el jamelgo?
—Se lo vendí al ranchero Reagan. Él lo va a usar para enseñar a montar a los niños, pero de vez en cuando tengo que llevarle pastura.
REMIGIO SOL 2013 ©
Andele no mas compadre….
Gracias, Enigma.
Apuesto a que nos sabía Usted que mi siquiatra era Sigmund Freud.
Además, de gran corazón… muy bueno. Felicidades
Soy amiga de Mía Pemán de Palencia, España. Me pasó tu enlace. Saludos