—¡Qué horrible huele ese andrajoso! —exclamó la princesa apretándose las narices.
—Lo siento, Su Majestad —le contestó la presidenta. —Esta es la razón por la que en nuestro país encarcelamos y expulsamos de la patria a los indigentes.
—Debemos mostrar caridad cristiana —agregó la abadesa, —pero límites son límites. ¡Qué bueno que en nuestra nación ejecutamos a los malolientes!
Y continuaron las tres turistas su tour por la ciudad, procurando evitar a los mendigos.
Vicente el indigente continuó también su búsqueda de alimento en los botes de basura. Y aconteció que los ojos del harapiento de pronto se agrandaron tanto que el planeta Júpiter hubiera parecido una canica junto a ellos.
—¡Oh my God! —exclamó. —¡Un costal lleno de dinero! ¡Miren! ¡Acerquénse propios y extraños! ¡A todo el que me dé un abrazo le doy un puñado de billetes!
Y es de afirmar que propios y extraños rodearon a Vicente y comenzaron a disputarse el derecho de abrazarlo, acercándose también las tres turistas escrupulosas del principio del cuento.
—Medio oí lo que decían de mí —les recordó Vicente,—pero no importa. Si me dan un abrazo y un beso en la boca les doy triple puñado de dólares.
—¡De acuerdo! —expresaron las tres aludidas al unísono, echándole los brazos al cuello al paupérrimo.
Mal habían acabado de besar apasionadamente las tres mujeres a Vicente cuando llegó la policía y confiscó todo el dinero repartido y restante, ya que era producto de un atraco a la alcancía principal del Arzobispado Peninsular.
REMIGIO SOL 2014 ©